Hace medio siglo que se estableció la existencia de límites al crecimiento económico en el seminal informe Meadows. En todo este tiempo, una economía basada en el crecimiento continuo se ha ido imponiendo como único modelo posible para nuestra civilización. La ciencia en general y la ecología en particular han propuesto que la alternativa, el decrecimiento, es ineludible. La única decisión que podemos tomar ante esta situación es dejar que el decrecimiento ocurra, opción que por inacción es la que estamos tomando y que lleva asociada una transición nada ordenada, o bien aceptar que es ineludible y planificarlo, que es lo que nos anima a desarrollar estas ideas. En realidad, lejos de ser algo de lo que lamentarse, el decrecimiento está asociado a los mejores escenarios humanos y a las más intensas y positivas motivaciones. Como dijo el filósofo y antropólogo francés Bruno Latour ¿puede haber algo más estimulante que vivir un tiempo en el que es preciso repensarlo todo para seguir existiendo?
Una parte importante del consumo en los países industrializados lo genera una escasez artificial de tiempo. A medida que se incrementa la demanda de productividad y se establecen jornadas de trabajo innecesariamente largas, las personas se quedan con tan poco tiempo que deben pagar por servicios que hubieran podido realizar ellos mismos, como preparar su comida, limpiar sus hogares o cuidar de sus hijos y de sus mayores. El estrés asociado a estas jornadas y a este objetivo de productividad incrementa la necesidad de antidepresivos, pastillas para dormir, alcohol, dietas, abonos en gimnasios, terapias matrimoniales, vacaciones lujosas y productos varios que se consumirían mucho menos teniendo más tiempo para uno mismo.
El capitalismo incurre en una gran paradoja: mientras genera una aparente abundancia y diversidad de productos (basta observar un centro comercial), en realidad es un sistema que depende de generar una escasez constante de tiempo y de riqueza real. La riqueza pública más grande de todas, la integridad de la biosfera del planeta, se ha sacrificado en nombre de la riqueza privada.
El decrecimiento previene la escasez y reduce la necesidad de competir para ser cada vez más productivos. Por ello al decrecimiento se le llama en muchos países “el buen vivir” y por ello el decrecimiento permite crecer en lo que realmente importa: bienestar real y valores humanos y sociales. Decrecimiento no es austeridad. Mientras la austeridad llama a la escasez para generar más crecimiento, el decrecimiento llama a la abundancia para hacer que el crecimiento no sea necesario. Para evitar una catástrofe climática y ambiental el movimiento ambientalista actual debe demandar lo que Jason Hickel define como la abundancia radical.
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