Esta historia comenzó hace mucho tiempo. Timoteo Hidalgo, el destacado neurocirujano en la clínica provincial, no era Hidalgo ni cirujano en ese momento, ni siquiera Timoteo. Era un estudiante de último año en el Instituto de Medicina. Su nombre le causaba mucha vergüenza. Era anticuado y bastante extraño: Timoteo Hidalgo. Su madre, de origen árabe, Dalia, quería llamarlo Mohammed. Su padre, Rodrigo Hidalgo, prefería Hilario. Se decidieron por Timoteo, no el nuestro, no el tuyo. Mohammed Hidalgo o Hilario Hidalgo tampoco sonaban del todo bien.
La mezcla de sangre árabe y europea trajo al mundo a un niño cuya nacionalidad no podía ser determinada por las cuidadoras de guardería ni los maestros. Según los documentos, era español, pero no encajaba en los estándares de apariencia española. Tenía un cutis moreno, con cabello negro y grueso, una nariz afilada y ojos azules. Los diseñadores llaman a este color "azul real". Su apariencia no era exótica, pero llamaba la atención, especialmente de sus compañeras de clase, tanto en la escuela como en el instituto.
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