En el año 324 d.C., Roma se encuentra en uno de los momentos más
decisivos su existencia. Dos poderosos emperadores, Licinio y
Constantino, luchan por el control del Imperio. Sus objetivos eran
diferentes, uno luchaba por la continuidad política y el otro, por el
cambio radical. Sin embargo, sólo podía haber un ganador.
El vencedor no sólo decidiría el futuro de Roma, sino también marcaría
su devenir religioso.
El mundo romano de principios del siglo IV d.C. se encontraba en una
situación de agitación interna; se trataba de un Imperio muy diferente al
de Augusto o Trajano siglos atrás. Ahora, múltiples emperadores
coexistentes gobernaban sobre tierras divididas, cada uno al mando de
su propio territorio. Se esperaba que esto proporcionara estabilidad al
Imperio. Lo que siguió, sin embargo, fue todo lo contrario.

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