Tras la muerte de Enrique IV el 11 de diciembre de 1474 y la proclamación de Isabel como reina de Castilla, el panorama en el reino se presentaba bastante complejo
Como era previsible, la nobleza, se dividió de forma que cada uno defendía sus intereses
Isabel ya había mostrado su voluntad de no dejarse dirigir, lo que ya había provocado algunas fricciones, por ejemplo, con el arzobispo Carrillo y era lógico que algunos de esos grandes, que no querían perder el poder, constituyeron pronto el núcleo central del grupo que defendía los derechos de la reina Juana y de su hija la princesa Juana como heredera del reino,
Por otro lado, otros que se habían mostrado fieles a Enrique, pasaron a ser los más estrechos colaboradores de Isabel, que ahora encarnaba la legitimidad de la Monarquía, estando a su servicio desde los días inmediatamente siguientes a su proclamación en Segovia.
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