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Atteneri Hernández, profesora del Máster en Neurociencia y Educación de la Universidad Isabel I, nos cuenta que últimamente son frecuentes los titulares como “Sin emoción no hay aprendizaje”. La nueva pedagogía aboga por despertar las emociones de los más pequeños para llevar a cabo un aprendizaje significativo. Pero ¿qué tiene de cierto esa frase?

La memoria y la emoción son procesos íntimamente relacionados. Por un lado, todas las etapas del recuerdo son facilitadas por factores de tipo emocional. Por otro, la emoción tiene efectos moduladores en la memoria. En general, los recuerdos asociados a emociones agradables se recuerdan mejor y con más detalles que los negativos.
Lo que hace que recordemos mejor o peor un suceso no es tanto su relevancia en la historia personal sino la intensidad de las emociones que experimentamos en ese momento.
Es más, recordamos con más facilidad eventos emocionalmente positivos si estamos alegres y más experiencias negativas si nos sentimos tristes. A este fenómeno, propuesto por Bower, se le llama la dependencia de estado.
La estructura cerebral conocida como amígdala que forma parte del sistema límbico tiene un papel fundamental en la memoria emocional. La amígdala ha sido asociada con el miedo, sin embargo, muchos autores defienden su función moduladora del almacenamiento de la información que tiene lugar en otras estructuras.

De esta forma, además de permitir el aprendizaje de la asociación entre situaciones y emociones, la amígdala envía señales que facilitan las operaciones relacionadas con la memoria en otras áreas del cerebro, especialmente el hipocampo y la corteza prefrontal.

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