La mayoría de madres normalmente dicen que sus hijos son los más inteligentes de la clase, que es muy listo y le encanta estudiar. En ocasiones, esto es solo un sueño, porque su retoño en realidad tiene notas regulares y es poco lo que capta al aprender. Por eso, es importante ser realistas y ayudarles a avanzar reconociendo las falencias y ayudándoles a superarlas. Todos tenemos inteligencia y solo necesitamos desarrollarla.
En cuanto a la sabiduría todos sabemos que está un poco más arriba de la inteligencia. Es como comparar la cebada y la cerveza: La inteligencia es la cebada y la sabiduría es la cerveza (el producto terminado).
Inteligencia y sabiduría no son lo mismo, aunque los escuchemos indistintamente. Vivimos en una sociedad donde se valora la eficiencia y los resultados, los títulos, ahí donde, en apariencia, solo los más inteligentes parecen estar destinados a destacar y triunfar. Como se dice popularmente: unos nacen con estrella … otros nacen estrellados.
Sin embargo, a menudo olvidamos una dimensión excepcional: la sabiduría. Al fin y al cabo, solo logran una felicidad auténtica aquellos que hacen uso de esta dimensión al guiarse por sus valores. Al preocuparse por ser más bondadosos y optimistas en la vida.
La definición de sabiduría es sencilla: Facultad de las personas para actuar con sensatez, prudencia o acierto. Ahora bien, la primera pregunta que se nos viene a la cabeza es ¿entonces la inteligencia no nos dota de esa capacidad para movernos en nuestro día a día del mismo modo? ¿Es que un cociente intelectual medio u alto no nos garantiza el poder tomar decisiones acertadas?
Desde luego que puede ser. No obstante, cabe señalar que la inteligencia tiene matices. Así, el estilo de personalidad y la madurez emocional son condicionantes que influyen sin duda el buen hacer de la persona brillante, y su potencial más o menos hábil para invertir en su propio bienestar y en el de los demás.
“La verdadera sabiduría está en reconocer la propia ignorancia”.
-Sócrates-
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