Era jueves y el Galeras parecía tranquilo. Motivado por el reporte de normalidad sismográfica del centro de vulcanología de Pasto, el geólogo Stanley Williams condujo a otros 12 científicos hasta la cima, para estudiar gases, piedras y otros materiales.
El estadounidense conocía bien el terreno, pues había estado allí varias veces desde que la Gobernación lo invitó como vulcanólogo, cinco años atrás, ante sospechas de que el gigante quería salir de su letargo.
Hacia las 9:30 a.m. del 14 de enero de 1993, los expertos descendieron por el cráter principal en busca de fumarolas. Varios hacían parte del programa para mejorar la vigilancia de los volcanes activos, creado por la ONU tras la avalancha que arrasó Armero.
A la 1:43 p.m., cuando les faltaban 50 metros para regresar a la superficie, un estruendo como el de la turbina de un jet subió por el edificio volcánico, estremeciéndolo y disparando una ráfaga de rocas incandescentes de hasta medio metro de diámetro.
Nueve personas murieron por la erupción, que se prolongó cinco minutos. Stanley Williams apenas sobrevivió a severas quemaduras, una pierna destruida y una lesión craneal que le hizo perder un trozo de cerebro tan grande como la pepa de un durazno. Como alguna vez se lo dijo su ex esposa, parte de él murió en el Galeras.
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