Desde la división del reino de Israel entre los hijos del rey Salomón, hacia el año 930 a. C., los hebreos habían sido políticamente débiles, y por tanto, se habían visto prisioneros del juego político de las potencias extranjeras, y muy en particular del creciente poderío de los asirios. En 721 a. C., el reino del norte fue aniquilado por las fuerzas asirias. El reino de Judá obtuvo una prórroga, gracias a la guerra entre Asiria y Babilonia, que acabó con la entronización del Imperio Caldeo, pero cuando éste se asentó definitivamente en Mesopotamia, pudo iniciar de nuevo la agresión militarista hacia el oeste. Su rey Nabucodonosor II conquistó Jerusalén en 587 a. C., terminando con la independencia de los hebreos. Por su parte el fastuoso Templo de Salomón, el orgullo nacional de los hebreos, fue completamente arrasado.
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