La elegancia, en su etimología, está emparentada con la elección (eligĕre), de tal manera que una persona elegante, entre otras cosas, es aquella que sabe elegir. El pensamiento elegante moldea a un sujeto que no lucha por mostrarse distinto entre la multitud sino que se eleva hacia una vida distinguida. Frente a él se posiciona un sujeto hipermoderno que ha dinamitado el valor de la discreción y el sentido del pudor a favor de una globalización sentimentalista, que se inclina por lo verosímil en detrimento de la verdad, que abraza una configuración emocional del lenguaje en menoscabo del pensamiento crítico y que practica la otrofagia convirtiendo al otro en objeto de consumo.
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